Especial
Un tuitero llamado Antonio Sánchez (@anakarinarote72) lanzó al aire de Twitter una pregunta: “¿Para qué se empeñan en decirnos todas las leyes que ha violado Juanito Alimaña si no piensan meterlo preso?”.
Vamos a ver esto con serenidad, sin ánimo de dar casquillo ni de cuestionar la estrategia, hasta ahora políticamente exitosa de “dejar que Guaidó se cocine en su propia salsa”. Pero analicemos con sindéresis -insisto- la forma como sufre la credibilidad del sistema judicial y la autoridad del Estado bolivariano como un todo cada vez que a este dirigente político se le permite violar impunemente las leyes.
El memorial de agravios parte desde la autoproclamación propiamente dicha y se pone peor con la participación en intentos abiertos de derrocar al gobierno, que en cualquier otro país, o en épocas anteriores de este mismo país, habrían tenido como consecuencia –por la medida chiquita- el enjuiciamiento por rebelión militar, ello por más que el intento más célebre haya sido tan chapucero que lo que más se recuerda del evento es la presencia de un racimo de plátanos verdes entre las municiones que se quedaron sin disparar.
Pero bueno, supongamos que por ser esos eventos propiamente políticos, el gobierno está en su derecho de manejarlos como mejor le parezca, por aquello de la salsa. Es válido.
Pasemos entonces a la parte donde el cúmulo de delitos se mide en caja registradora. Aquí sale a la luz lo que suele llamarse una danza de cifras. Según las diversas investigaciones, la pandilla integrada por cuadros de Voluntad Popular y Primero Justicia ha guisado (en este caso sí, en su propia salsa) cantidades que han llegado a cifrarse en 60 mil millones de dólares. En esa cifra fabulosa se incluyen todos los activos que Guaidó y su combo le han entregado a Estados Unidos mediante la ficción del gobierno encargado, con Citgo en lo más alto de la lista y los depósitos del Citibank como el pillaje más reciente. También el dinero que le han sustraído a Venezuela honorables bancos de no menos honorables países como Reino Unido y Portugal, bajo el pretexto de evitar que se los robe “el usurpador”. En ese pote van también empresas en Colombia, Centroamérica y las Antillas.
Semejante despojo, llevado a cabo con el desparpajo propio del capitalismo hegemónico, es una razón millones de veces suficiente para detener al cabecilla nominal de la banda, entre otras razones porque su conducta es contumaz, como diría un abogado. Esto quiere decir que el hombre ha incurrido en la conducta delictiva repetidamente y no muestra la menor intención de dejar de hacerlo.
El daño patente que ese desfalco continuado le ha causado al país es la demostración más fehaciente de que la política de “dejarlo en su propia salsa” ha sido exitosa en lo político, pero desastrosa en lo económico. Es cierto que a quince meses de la tal autojuramentación, el presidente Nicolás Maduro sigue firme en su cargo y Guaidó, en cambio, ha devenido en una figura de la picaresca. Pero no es menos cierto que, en paralelo a su fracaso político, el hasta no hace nada desconocido diputado ha amasado una enorme fortuna con las comisiones recibidas por regalar activos que no le pertenecen y sobre los cuales no tenía autoridad alguna. Y lo ha hecho sin límite alguno, exento de castigo.
Tal vez el asunto no sería tan hiriente si no fuera por lo diferente que es el trato de las mismas autoridades frente a actos delictivos infinitamente más pequeños y hasta probablemente infundados que se le atribuyen a gente que sí está bien presa, incluyendo entre esas personas a algunos cómplices menores de Guaidó, dicho sea de paso. Volvemos así, en una V República ya veinteañera, a las terribles iniquidades de un sistema que es implacable con los robagallinas, los estafadores de poca monta, los rateros y carteristas, mientras es suave o nulo con los asaltantes de cinco estrellas.
Y esto nos lleva a otro punto de esa misma índole, pero que tiene que ver con el asunto más actual de todos: la pandemia. Hemos podido observar que el Estado ha ejercido la autoridad ante los intentos de sembrar zozobra mediante la difusión de datos falsos sobre la propagación del Covid-19. Esa es la actitud correcta porque permitir que una maquinaria mediática antinacional e inescrupulosa actúe sin ninguna contención puede conducir a situaciones de caos social (ese es el objetivo, todo el mundo lo sabe). Por esa razón, las autoridades policiales han detenido a comunicadores (profesionales o no) que han pretendido poner a circular versiones falaces. Y aquí es donde nuevamente aparece la impunidad del personaje que se autodenomina presidente: él ha difundido mentiras flagrantes sobre la emergencia sanitaria en Venezuela, sin que se produzca el menor asomo de intención de sancionarlo o, al menos, interrogarlo para que suministre la información que dice poseer, tal como se le han exigido a los otros traficantes de fakes news.
Guaidó comenzó su incursión en este campo del alarmismo epidemiológico afirmando que (hace ya un mes) había más de 200 casos de contagiados por el coronavirus. En realidad, no llegaban a 10. No le pasó nada y, como consecuencia de ello, ha seguido mintiendo, ahora de una manera todavía más hiperbólica. Esta semana declaró para la prensa extranjera que en Venezuela, los contagiados “se desploman en la calle”, algo que hasta los más recalcitrantes opositores saben que es falso. Pero tampoco por eso ha sido tocado ni con el pétalo de una flor.
Los personajes que uno, periodista al fin y al cabo, tiene la suerte de conocer y de tratar con alguna proximidad, siempre piden calma y alegan que los tiempos de la política no son los mismos que los de la justicia. Otros, que son analistas y ponderan todos los elementos en juego, argumentan que Guaidó es intocable porque sus verdaderos jefes, los que se han quedado ya con la parte gruesa del botín robado, los capos del gobierno de Estados Unidos, están esperando justamente que se le prive de libertad para lanzarse sobre Venezuela y “rescatar a su solado Ryan”. Es una hipótesis muy creíble y está claro que los decisores en estos asuntos manejan mucha más información que el común de los mortales, sean o no analistas.
En todo caso, si esa es la razón por la cual no ha habido (y posiblemente no habrá) castigo para este individuo, deberían tomar en cuenta la sugerencia del tuitero Antonio Sánchez y ya dejar de presentar legajos y más legajos con sus presuntos delitos. Al menos si no remachan tanto sus culpas, la sensación de impotencia bajaría su intensidad.
Todos los días hay centenares de reclamos como este en las redes sociales y en las conversaciones comunes. Pero tomemos como referencia esta interrogante específica porque tiene esa fuerza propia de los niños preguntones, tipo Mafalda. Su punto de partida es incuestionable porque también a diario aparecen detalladas investigaciones, hechas por el Ministerio Público, por el gobierno o por medios de comunicación (algunos, incluso, cuñas del mismo palo, es decir, de la derecha) en las que se demuestra que la camarilla encabezada nominalmente por Juan Guaidó se ha robado hasta los clavos de la cruz donde murió Cristo el viernes de la semana pasada. Pero ese acumulativo expediente no trae como consecuencia ningún castigo para el ciudadano de marras.
Vamos a ver esto con serenidad, sin ánimo de dar casquillo ni de cuestionar la estrategia, hasta ahora políticamente exitosa de “dejar que Guaidó se cocine en su propia salsa”. Pero analicemos con sindéresis -insisto- la forma como sufre la credibilidad del sistema judicial y la autoridad del Estado bolivariano como un todo cada vez que a este dirigente político se le permite violar impunemente las leyes.
El memorial de agravios parte desde la autoproclamación propiamente dicha y se pone peor con la participación en intentos abiertos de derrocar al gobierno, que en cualquier otro país, o en épocas anteriores de este mismo país, habrían tenido como consecuencia –por la medida chiquita- el enjuiciamiento por rebelión militar, ello por más que el intento más célebre haya sido tan chapucero que lo que más se recuerda del evento es la presencia de un racimo de plátanos verdes entre las municiones que se quedaron sin disparar.
Pero bueno, supongamos que por ser esos eventos propiamente políticos, el gobierno está en su derecho de manejarlos como mejor le parezca, por aquello de la salsa. Es válido.
Pasemos entonces a la parte donde el cúmulo de delitos se mide en caja registradora. Aquí sale a la luz lo que suele llamarse una danza de cifras. Según las diversas investigaciones, la pandilla integrada por cuadros de Voluntad Popular y Primero Justicia ha guisado (en este caso sí, en su propia salsa) cantidades que han llegado a cifrarse en 60 mil millones de dólares. En esa cifra fabulosa se incluyen todos los activos que Guaidó y su combo le han entregado a Estados Unidos mediante la ficción del gobierno encargado, con Citgo en lo más alto de la lista y los depósitos del Citibank como el pillaje más reciente. También el dinero que le han sustraído a Venezuela honorables bancos de no menos honorables países como Reino Unido y Portugal, bajo el pretexto de evitar que se los robe “el usurpador”. En ese pote van también empresas en Colombia, Centroamérica y las Antillas.
Semejante despojo, llevado a cabo con el desparpajo propio del capitalismo hegemónico, es una razón millones de veces suficiente para detener al cabecilla nominal de la banda, entre otras razones porque su conducta es contumaz, como diría un abogado. Esto quiere decir que el hombre ha incurrido en la conducta delictiva repetidamente y no muestra la menor intención de dejar de hacerlo.
El daño patente que ese desfalco continuado le ha causado al país es la demostración más fehaciente de que la política de “dejarlo en su propia salsa” ha sido exitosa en lo político, pero desastrosa en lo económico. Es cierto que a quince meses de la tal autojuramentación, el presidente Nicolás Maduro sigue firme en su cargo y Guaidó, en cambio, ha devenido en una figura de la picaresca. Pero no es menos cierto que, en paralelo a su fracaso político, el hasta no hace nada desconocido diputado ha amasado una enorme fortuna con las comisiones recibidas por regalar activos que no le pertenecen y sobre los cuales no tenía autoridad alguna. Y lo ha hecho sin límite alguno, exento de castigo.
Tal vez el asunto no sería tan hiriente si no fuera por lo diferente que es el trato de las mismas autoridades frente a actos delictivos infinitamente más pequeños y hasta probablemente infundados que se le atribuyen a gente que sí está bien presa, incluyendo entre esas personas a algunos cómplices menores de Guaidó, dicho sea de paso. Volvemos así, en una V República ya veinteañera, a las terribles iniquidades de un sistema que es implacable con los robagallinas, los estafadores de poca monta, los rateros y carteristas, mientras es suave o nulo con los asaltantes de cinco estrellas.
Y esto nos lleva a otro punto de esa misma índole, pero que tiene que ver con el asunto más actual de todos: la pandemia. Hemos podido observar que el Estado ha ejercido la autoridad ante los intentos de sembrar zozobra mediante la difusión de datos falsos sobre la propagación del Covid-19. Esa es la actitud correcta porque permitir que una maquinaria mediática antinacional e inescrupulosa actúe sin ninguna contención puede conducir a situaciones de caos social (ese es el objetivo, todo el mundo lo sabe). Por esa razón, las autoridades policiales han detenido a comunicadores (profesionales o no) que han pretendido poner a circular versiones falaces. Y aquí es donde nuevamente aparece la impunidad del personaje que se autodenomina presidente: él ha difundido mentiras flagrantes sobre la emergencia sanitaria en Venezuela, sin que se produzca el menor asomo de intención de sancionarlo o, al menos, interrogarlo para que suministre la información que dice poseer, tal como se le han exigido a los otros traficantes de fakes news.
Guaidó comenzó su incursión en este campo del alarmismo epidemiológico afirmando que (hace ya un mes) había más de 200 casos de contagiados por el coronavirus. En realidad, no llegaban a 10. No le pasó nada y, como consecuencia de ello, ha seguido mintiendo, ahora de una manera todavía más hiperbólica. Esta semana declaró para la prensa extranjera que en Venezuela, los contagiados “se desploman en la calle”, algo que hasta los más recalcitrantes opositores saben que es falso. Pero tampoco por eso ha sido tocado ni con el pétalo de una flor.
Los personajes que uno, periodista al fin y al cabo, tiene la suerte de conocer y de tratar con alguna proximidad, siempre piden calma y alegan que los tiempos de la política no son los mismos que los de la justicia. Otros, que son analistas y ponderan todos los elementos en juego, argumentan que Guaidó es intocable porque sus verdaderos jefes, los que se han quedado ya con la parte gruesa del botín robado, los capos del gobierno de Estados Unidos, están esperando justamente que se le prive de libertad para lanzarse sobre Venezuela y “rescatar a su solado Ryan”. Es una hipótesis muy creíble y está claro que los decisores en estos asuntos manejan mucha más información que el común de los mortales, sean o no analistas.
En todo caso, si esa es la razón por la cual no ha habido (y posiblemente no habrá) castigo para este individuo, deberían tomar en cuenta la sugerencia del tuitero Antonio Sánchez y ya dejar de presentar legajos y más legajos con sus presuntos delitos. Al menos si no remachan tanto sus culpas, la sensación de impotencia bajaría su intensidad.
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